La tarde parece no terminar nunca. Llevamos varias horas encima de la mula, que a paso de hombre trepa, cuidadosa, los escarpados cerros de la cordillera de los andes. Estamos muy cansados. Nos duele todo el cuerpo. Emponchados, abrigados, maquillados de blanco por el protector solar, avanzamos muy despacio en la montaña, protegidos por Gendarmería y Ejército, finalmente llegamos al límite con Chile, donde se realiza un acto en recuerdo del General José de San Martín y su hazaña por la libertad de América.
Tardamos tres días. Fueron veinte horas a lomo de mula. Con nieve, sol, temperaturas bajo cero, ráfagas de viento de más 60 kilómetros por hora y alcanzando alturas de 4800 metros sobre el nivel del mar. Llevábamos médicos, veterinarios y contábamos con teléfonos satelitales y dos helicópteros, que en caso de emergencia, acudirían en nuestra ayuda.
Nunca nos faltó nada, seguramente, al Libertador sí. Pero con ingenio y valor logró una hazaña militar y cívica reconocida en el mundo.
Era 1817 cuando se convirtió en responsable de cinco mil hombres, sin medios tecnológicos.
Los abrigó, los protegió, les dio de comer y los cuidó para que llegaran intactos al frente de batalla.
Hicimos el mismo camino que San Martín, pero no la misma travesía. ¡La suya fue una epopeya de valientes!
Con el recuerdo de aquella larga tarde de sol, a lomo de mula, mientras las lágrimas me brotaban en la soledad de la marcha, una pregunta me daba vueltas: ¿qué habrá sentido en su intimidad al pasar por esos mismos cerros, casi dos siglos antes, aquel hombre de 39 años? ¿Angustia? ¿Indecisión? ¿Dudas? La libertad tiene un sabor tan dulce, que ahogó sus miedos, en la certeza de su conquista, imagino.
Por Cristian Moreschi.