Es un hecho: ya nadie se asusta. En mis tiempos, con sólo invocarme, morían de espanto. Una madre me nombraba y el terror se ponía en marcha. La frase era siempre la misma: “Dormite ahora, mirá que sino viene el cuco”. Ahora ni siquiera saben quién soy. Los últimos que me recuerdan, deben tener cerca de treinta años.
Todo comenzó un 13 de julio. El viento helado azotaba la ciudad. A pesar de los retos y amenazas de los padres, Saturnino no pensaba irse a dormir. A toda costa, quería seguir jugando con los videojuegos. Y sin esperarlo, ocurrió mi desgracia: al escuchar mi nombre, largó una carcajada. A los gritos y con un ataque de risa, preguntó quién es ese cien veces. Lo vi todo desde la ventana. Me fui silbando despacito, triste, más triste que nunca.
El hombre de la bolsa sufrió el mismo destino. Abandonó su oficio y abrió una fábrica de bolsas recicladas para sobrevivir. La última vez que hablamos fue por chat. Me contó que al hacer su aparición estelar frente a un plato lleno de sopa, recibió una golpiza por ser confundido con un ladrón. Con un legajo terrorífico impecable, ahora protege el medio ambiente. Las vueltas de la vida. A veces añora lo que hacía, y apenas tiene una bolsa lista entre sus manos, la cuelga de lado sobre el hombro izquierdo y pone cara de malo.
“La juventud está perdida” dicen los viejos y también nosotros, los monstruos. Si ya nada los asusta, qué podemos esperar. Antes todo era simple, hasta el miedo. Los niños eran felices jugando a las bolitas. La mayor misión del mundo era llenar un álbum de figuritas. A la mañana ir a la escuela; a la tarde pedalear por el barrio, volver a casa, cenar y hacer la tarea.
A veces me sorprendo repitiendo entredientes que los tiempos cambian. Y vienen a mi memoria las caras desfiguradas por el terror, el apuro por dormir de los niños apretando los párpados, las madres guiñándome un ojo. Eran las únicas que podían verme -el pacto siempre fue que ningún menor de edad me viera- pero por las dudas estaba listo, como un boyscout.
Ahora que tengo tiempo libre y cobro una modesta jubilación, paseo por las calles de esta ciudad hermosa. Me gusta recorrer el cementerio de barrio Alberdi y el que está escondido en la República de San Vicente. A veces me cruzo con las brujas que se convierten en pájaro a la medianoche y me siento a mirar los murciélagos que buscan refugio en los viejos campanarios.
Pero para qué mentir, es solitaria la vida de un monstruo. Y entonces, recuerdo a Daría. Era una niña horrenda que conocí cuando cumplí mis diez años. Me quedé con la boca abierta y llena de moscas al ver sus ojos inmensos. Fue amor a primera vista. Mis amigos me alentaban para que la invitara a tomar un helado, a dar una vuelta en bicicleta. Daría no me dirigía la palabra. Yo era invisible para ella.
Decidí escribirle. Firmé todas las cartas bajo el seudónimo secreto: siempre tuyo, El Cuco. Las dejé una a una en el buzón de su casa, cerca del horario en que ella volvía de la escuela. Me escondía para espiarla. Por fin llegaba el momento esperado. Apenas veía el sobre en las manos de Daría, temblaba. Mi corazón estallaba como el pururú recién hecho, me transpiraban las manos. Todo era tan simple, hasta el miedo. Apretaba los ojos. Quería verla y no, quería salir de mi escondite y abandonar el misterio. Pero nunca lo hice.
Tantos años pasaron y sin embargo, hoy vuelvo a recordarla. La traigo conmigo a mi memoria, a Daría y a sus ojos inmensos. Si en estos días la cruzara en alguna esquina, me acercaría a ella despacito. Decidido, le diría de frente que soy El Cuco, que no se asuste, que ya nadie me tiene miedo.
Todo comenzó un 13 de julio. El viento helado azotaba la ciudad. A pesar de los retos y amenazas de los padres, Saturnino no pensaba irse a dormir. A toda costa, quería seguir jugando con los videojuegos. Y sin esperarlo, ocurrió mi desgracia: al escuchar mi nombre, largó una carcajada. A los gritos y con un ataque de risa, preguntó quién es ese cien veces. Lo vi todo desde la ventana. Me fui silbando despacito, triste, más triste que nunca.
El hombre de la bolsa sufrió el mismo destino. Abandonó su oficio y abrió una fábrica de bolsas recicladas para sobrevivir. La última vez que hablamos fue por chat. Me contó que al hacer su aparición estelar frente a un plato lleno de sopa, recibió una golpiza por ser confundido con un ladrón. Con un legajo terrorífico impecable, ahora protege el medio ambiente. Las vueltas de la vida. A veces añora lo que hacía, y apenas tiene una bolsa lista entre sus manos, la cuelga de lado sobre el hombro izquierdo y pone cara de malo.
“La juventud está perdida” dicen los viejos y también nosotros, los monstruos. Si ya nada los asusta, qué podemos esperar. Antes todo era simple, hasta el miedo. Los niños eran felices jugando a las bolitas. La mayor misión del mundo era llenar un álbum de figuritas. A la mañana ir a la escuela; a la tarde pedalear por el barrio, volver a casa, cenar y hacer la tarea.
A veces me sorprendo repitiendo entredientes que los tiempos cambian. Y vienen a mi memoria las caras desfiguradas por el terror, el apuro por dormir de los niños apretando los párpados, las madres guiñándome un ojo. Eran las únicas que podían verme -el pacto siempre fue que ningún menor de edad me viera- pero por las dudas estaba listo, como un boyscout.
Ahora que tengo tiempo libre y cobro una modesta jubilación, paseo por las calles de esta ciudad hermosa. Me gusta recorrer el cementerio de barrio Alberdi y el que está escondido en la República de San Vicente. A veces me cruzo con las brujas que se convierten en pájaro a la medianoche y me siento a mirar los murciélagos que buscan refugio en los viejos campanarios.
Pero para qué mentir, es solitaria la vida de un monstruo. Y entonces, recuerdo a Daría. Era una niña horrenda que conocí cuando cumplí mis diez años. Me quedé con la boca abierta y llena de moscas al ver sus ojos inmensos. Fue amor a primera vista. Mis amigos me alentaban para que la invitara a tomar un helado, a dar una vuelta en bicicleta. Daría no me dirigía la palabra. Yo era invisible para ella.
Decidí escribirle. Firmé todas las cartas bajo el seudónimo secreto: siempre tuyo, El Cuco. Las dejé una a una en el buzón de su casa, cerca del horario en que ella volvía de la escuela. Me escondía para espiarla. Por fin llegaba el momento esperado. Apenas veía el sobre en las manos de Daría, temblaba. Mi corazón estallaba como el pururú recién hecho, me transpiraban las manos. Todo era tan simple, hasta el miedo. Apretaba los ojos. Quería verla y no, quería salir de mi escondite y abandonar el misterio. Pero nunca lo hice.
Tantos años pasaron y sin embargo, hoy vuelvo a recordarla. La traigo conmigo a mi memoria, a Daría y a sus ojos inmensos. Si en estos días la cruzara en alguna esquina, me acercaría a ella despacito. Decidido, le diría de frente que soy El Cuco, que no se asuste, que ya nadie me tiene miedo.
Autora: Angie Ferrero