Diego Maradona

Un niño llamado pelusa

Esta historia comienza el 30 de octubre de 1960, con el nacimiento del quinto hijo de una familia muy pobre del conurbano bonaerense. Por ser el primer varón y siguiendo la tradición, al bebé lo bautizaron Diego, igual que su padre.

Los siete vivían en una pequeña casa sobre la calle Azamor, que tenía una verja de alambre en la entrada, un comedor, dos habitaciones y un pequeño baño sin agua.
A medida que fue creciendo, el pequeño pasó de la cuna al gateo y de éste a caminar, en un entorno de muchísimo amor e igual cantidad de carencias materiales. En esas cuatro paredes donde faltaba tanto y sobraba nada, con el tiempo llegarían tres hermanitos más: entonces, las preocupaciones de Don Diego y Doña Tota, también crecieron; había que alimentar diez bocas con solo salario.

Pero Pelusa – como habían apodado al pequeño Diego-, al igual que todos los niños, solo quería jugar.
-Vení Pelu, abrilo. Y rompé el papel porque trae suerte- le dijo su tío Beto el día que cumplió los tres. Debajo del envoltorio asomaba una pelota de cuero, tan brillante que iluminó los ojos de Pelusa, quien abrazó a su tío con todas las fuerzas que le permitían sus delgados bracitos.

Y fue en el frente de esa pequeña casa sobre la calle Azamor y sobre las polvorientas calles de Villa Fiorito, donde la haría rodar una, dos, diez, quien sabe; tal vez ciento de miles de veces. Daba gusto verlo a Pelusa cuando corría y corría detrás de esa esfera de cuero, embarrado los días de lluvia, completamente cubierto de polvo los días de sol.

-Y no te demores, ¡eh!?, solía decirle Tota cuando le pedía algún mandado. Porque ella sabía que el recado era la excusa perfecta que esperaba el pequeño para salir detrás de su pelota,  empujándola con pequeños toquecitos del empeine, como sutiles caricias de su pierna zurda.

Y cuando por alguna razón no la encontraba, Pelusa la remplazaba por una naranja, bolas de trapo o bollitos de papel. Y, como le suele suceder a muchos niños, a veces se demoraba con el recado porque veía a sus amigos compartiendo algún picado en la canchita del barrio.

Y no se podía aguantar. Zambullía su menudo cuerpo en ese rectángulo de tierra con algún que otro yuyo, mientras sus patas flacas con zapatillas gastadas, esquivaban patadas y pozos en una danza ritual.

Porque en ese potrero, donde los arcos solían ser ladrillos apilados y caerse era sinónimo de raspón, él solo quería gambetear y gambetear, dar un pase, hacer un gol, tirar un sombrero o cabecear. Y podía también, hacerlo todo junto.

Como era lógico, un día el barrio comenzó a comentar: “que Dieguito esto, que el Pelusa aquello, que no se la pueden sacar, que hace mil jueguitos y no se le cae”.

A los nueve ingresó en las divisiones inferiores del club Argentinos Juniors, donde siguió dando que hablar. En Los Cebollitas, como se llamaba aquel equipo donde solía jugar con niños mayores que él, Dieguito Maradona – ese era su apellido- llegó a ganar 136 partidos consecutivos. Por esos días, tenía el mismo sueño que millones de chicos argentinos: ser campeón del mundo con su selección. Y era tan grande su talento que antes de cumplir los 16, ya estaba debutando en primera división.

A partir de allí, todo pasó en un abrir y cerrar de ojos en su vida. Siguió jugando en Argentinos Juniors hasta 1980, y si bien su equipo no obtuvo ningún campeonato, él fue el máximo goleador de los torneos de 1978, 1979 y 1980.

Para 1979 ya había sido figura de la selección juvenil que ganó el campeonato del mundo y dos años después, pasó a Boca Juniors, equipo con el que salió campeón en 1981.
En 1982 fue transferido al Barcelona de España, donde brilló y se mostró ante los ojos de Europa, pasando luego al Nápoli del sur de Italia, donde ganó todo entre 1984 y 1990, torciendo la historia de un país acostumbrado a que solo el norte fuera el ganador de esa liga.

Pero fue en México, durante el Mundial de 1986, cuando el Pelusa dejó boquiabiertos a todos, haciendo tantos trucos con su amiga la pelota, que parecía un mago. Ese invierno en su país – verano en el hemisferio norte-, además de cumplir su sueño de salir campeón en un mundial, con las mismas gambetas que aprendió en Fiorito, Pelusa se consagró como el mejor de la competencia.

Diego Maradona

¿Cómo no iba a serlo si con su magia metió un gol que ningún otro mago metió jamás?

Acaparar la atención de todos y en todo momento, tuvo su precio. Su vida de muchacho simple de barrio se convirtió en un torbellino del cual le fue muy difícil salir, envuelto entre la fama, los excesos y el dinero; el mezquino interés de algunos, el odio de muchos y el reconocimiento de una gran mayoría de la gente, dentro y fuera del fútbol.

Diego, que ya no era el Pelusa, jugó en muchos equipos más, hasta que se retiró en 1997 vistiendo los colores de su querido Boca Juniors.

Luego comenzó a dirigir y lo hizo incluso en un mundial, como entrenador de esa misma selección en la cual supo brillar en México 86.

El 25 de noviembre de 2020, Diego Armando Maradona se fue de este mundo. Su corazón cansado no resistió más y la muerte lo encontró dormido.

Dicen quienes lo vieron esa mañana, que su rostro era pura sonrisa. Tal vez estaba soñando que Pelusa salía de su pequeña casa de la calle Azamor, para perderse por las polvorientas calles de Villa Fiorito, corriendo detrás de su pelota.

Autor: Nereo N. Magi

Publicado en Cultura, Deporte, Efemérides.

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