El 14 de junio se cumple un nuevo aniversario del fallecimiento de uno de los escritores más importantes de la literatura universal: Jorge Luis Borges.
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899 – Suiza, 1986) fue un escritor precoz, que gracias a haber aprendido al mismo tiempo el castellano y el inglés fue capaz de traducir a los nueve años el cuento “El príncipe feliz”, del gran Oscar Wilde.
Sin embargo, su genialidad infantil tiene un sentido más profundo. Porque en toda su abundante y magnífica obra poética y narrativa es posible reconocer la mirada de un niño, tan sensible como inteligente, tan capaz de asombrarse como de comprender a fondo lo simple y lo complejo de la vida, tan experto para mezclar realidad con fantasía. Temas tan variados como el destino, los tigres, el tiempo, los duelos a cuchillo, la religión, los laberintos, la filosofía, los espejos y tantos otros, fueron desarrollados con maestría por este inmenso escritor que prefería definirse como un buen lector.
«Hay en Borges muchos elementos compatibles con el mundo del niño: la fascinación por los tigres, los laberintos, los juegos, los enigmas…”, dice el escritor español Carlos Cañeque, autor, junto al pintor Ramón Moscardó, de un libro titulado “El pequeño Borges imagina la Biblia” (Editorial Sirpus, Barcelona, 2001), obra que se propone “acercar a los niños a seis textos de la literatura clásica: la Biblia, la Ilíada, la Odisea, la Eneida, la Divina Comedia y el Quijote”. El personaje principal es un Jorge Luis de seis años, que va a la mañana a la escuela y a la tarde escucha los cuentos que lee su abuela, sueña y escribe, mientras va relatando desde su particular punto de vista cada una de esas obras que fueron escritas para los adultos.
A esa voluntad de lector febril no la pudo detener ni siquiera la pérdida de su vista, que comenzó a padecer apenas pasados los treinta años y lo dejó completamente ciego. Tiempo después, siendo director de la Biblioteca Nacional, escribió el “Poema de los dones” (en “El Hacedor”, 1960), en que se refiere a su contradictoria y dolorosa condición de lector ciego: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche / De esta ciudad de libros hizo dueños / a unos ojos sin luz, que sólo pueden / leer en las bibliotecas de los sueños”.
Pero eran tan nítidos sus recuerdos que por esos días también podía -en el poema “La Lluvia”- evocar el paisaje de la infancia: “Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado (…) Esta lluvia que ciega los cristales / alegrará en perdidos arrabales / las negras uvas de una parra en cierto / patio que ya no existe. La mojada / tarde me trae la voz, la voz deseada, / de mi padre que vuelve y que no ha muerto”.
Y no solo el pasado. Hay quienes dicen que hasta pudo imaginar Internet sin haberla conocido, cuando en “El Aleph” (1949) se refiere a ese lugar «donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos»; o también en “El libro de arena” (1975), así llamado porque “ni libro ni arena tienen principio ni fin”.
La escritora Vlady Kociancich recuerda que Borges siempre tuvo gratitud hacia a sus padres por haberlo alentado a la lectura y la escritura. A su madre, Leonor Acevedo -quien al quedar su hijo ciego le leería y lo acompañaría con enorme devoción- le reconocía: «Fue ella, aunque tardé en darme cuenta, quien silenciosa y eficazmente estimuló mi carrera literaria». De su padre, Jorge Guillermo Borges, valoraba: «El me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música”.
Hoy que vivimos una época en que los padres no suelen tener tiempo para dedicar a la educación de sus hijos, vale la pena recordar el origen de este creador que se enorgullecía de haber “paladeado numerosas palabras” y se “figuraba el paraíso bajo la especie de una biblioteca”.
Por Alexis Oliva.