El año se escapaba, como arena entre los dedos. La escuela quedaría vacía como cada enero.
Antes de reemplazar el guardapolvo blanco por la malla, los compañeros de Jerónimo organizaron un fogón de despedida. Nadie se perdería de aquel encuentro, que podría convertirse en la mejor anécdota de sus vidas.
Era viernes por la tarde y el sol comenzaba a caer entre las copas de los árboles reverdecidos por las últimas lluvias de noviembre.
Los chicos, ansiosos por la experiencia, no tardaron en acomodarse en la plaza del barrio, habitada por hamacas despintadas y un tobogán con escalones salteados.
Se dispusieron a comenzar la ceremonia, acomodándose en un círculo perfecto. La maestra, fue la encargada de prender el fogón que iluminaba sus caritas entusiastas.
La rueda de recuerdos comenzó, y nadie quería quedar afuera de los comentarios…
Entonces, Jerónimo recordó el primer día de clases:
– Me acuerdo que los zapatos me dolían al principio. Después los estiré. Mi mochila tenía olor a nuevo… -¡y mi mamá me esperó con milanesas!- dijo, cubriendo las expectativas de sus compañeros, quienes continuaron compartiendo sus recuerdos.
Pasaron algunos minutos, cuando uno de los chicos observó entre los viejos troncos de los álamos, una silueta confusa. Ante el asombro, los quince pares de ojos se abrieron, y quedaron redondos y brillantes, como la luna llena que los acompañaba.
De pronto alguien se acercó a ellos. Era un señor canoso, con una barba enredada. Tenía un pantalón marrón, marcado por el paso del tiempo, y una camisa a cuadros extremadamente arrugada por alguna razón.
Para romper el silencio, el hombre habló:
– ¡Hola, chicos!, dijo. Me llamo Mundito. En realidad me dicen así… ¿qué importa cómo me llamo? La calle me dió ese nombre, y así me identifico. Soy un trotamundos.
– ¿Cómo un trotamundos?, preguntó uno de los niños.
– Soy un soñador, un cuentacuentos, que relata historias a quienes desean escuchar.
– Yo quiero escuchar, sugirió Jerónimo con entusiasmo y asombro.
– Yo también.
– Yo también.
Y así, como eslabones de una cadena sin fin, los chicos se convirtieron en un atento público.
De los labios de Mundito se desprendían las locuras más insólitas: pájaros encantados y viejas cariñosas; cantores que jugaban al fútbol y jugadores de fútbol que sabían cocinar; historias de amor en los trenes ¡con magia y todo! Sus palabras dibujaban paisajes en el aire y los lugares típicos de La Docta se reflejaban en las llamas de la fogata.
Los chicos no notaron el paso del tiempo y mientras Mundito hacía piruetas en el aire, los pequeños se durmieron. Sobre sus bolsas de dormir, viajaron entre sueños a los mundos a los que los invitó Mundito. Así terminaron la fogata de fin de año, tras vivir una inolvidable aventura que recordarán hasta encontrarse una próxima vez.
Antes de reemplazar el guardapolvo blanco por la malla, los compañeros de Jerónimo organizaron un fogón de despedida. Nadie se perdería de aquel encuentro, que podría convertirse en la mejor anécdota de sus vidas.
Era viernes por la tarde y el sol comenzaba a caer entre las copas de los árboles reverdecidos por las últimas lluvias de noviembre.
Los chicos, ansiosos por la experiencia, no tardaron en acomodarse en la plaza del barrio, habitada por hamacas despintadas y un tobogán con escalones salteados.
Se dispusieron a comenzar la ceremonia, acomodándose en un círculo perfecto. La maestra, fue la encargada de prender el fogón que iluminaba sus caritas entusiastas.
La rueda de recuerdos comenzó, y nadie quería quedar afuera de los comentarios…
Entonces, Jerónimo recordó el primer día de clases:
– Me acuerdo que los zapatos me dolían al principio. Después los estiré. Mi mochila tenía olor a nuevo… -¡y mi mamá me esperó con milanesas!- dijo, cubriendo las expectativas de sus compañeros, quienes continuaron compartiendo sus recuerdos.
Pasaron algunos minutos, cuando uno de los chicos observó entre los viejos troncos de los álamos, una silueta confusa. Ante el asombro, los quince pares de ojos se abrieron, y quedaron redondos y brillantes, como la luna llena que los acompañaba.
De pronto alguien se acercó a ellos. Era un señor canoso, con una barba enredada. Tenía un pantalón marrón, marcado por el paso del tiempo, y una camisa a cuadros extremadamente arrugada por alguna razón.
Para romper el silencio, el hombre habló:
– ¡Hola, chicos!, dijo. Me llamo Mundito. En realidad me dicen así… ¿qué importa cómo me llamo? La calle me dió ese nombre, y así me identifico. Soy un trotamundos.
– ¿Cómo un trotamundos?, preguntó uno de los niños.
– Soy un soñador, un cuentacuentos, que relata historias a quienes desean escuchar.
– Yo quiero escuchar, sugirió Jerónimo con entusiasmo y asombro.
– Yo también.
– Yo también.
Y así, como eslabones de una cadena sin fin, los chicos se convirtieron en un atento público.
De los labios de Mundito se desprendían las locuras más insólitas: pájaros encantados y viejas cariñosas; cantores que jugaban al fútbol y jugadores de fútbol que sabían cocinar; historias de amor en los trenes ¡con magia y todo! Sus palabras dibujaban paisajes en el aire y los lugares típicos de La Docta se reflejaban en las llamas de la fogata.
Los chicos no notaron el paso del tiempo y mientras Mundito hacía piruetas en el aire, los pequeños se durmieron. Sobre sus bolsas de dormir, viajaron entre sueños a los mundos a los que los invitó Mundito. Así terminaron la fogata de fin de año, tras vivir una inolvidable aventura que recordarán hasta encontrarse una próxima vez.
Autora: Stella Maris Salerno