Damián colecciona botones. Siempre se las ingenia para encontrar alguno. En la casa de su abuela Lidia consigue unos antiguos, de esos con relieves y firuletes; en cambio, en la casa de su tía Desiré, encuentra otros más nuevos, de los que usa su primo en camisas, sacos y gabardinas.
Damián no recuerda cuándo empezó su gusto por los botones, lo cierto es que esta aventura es un secreto que oculta a todos. Ni bien encuentra uno, lo guarda en su lata despintada, una que esconde debajo de la cama. Al asomar la luna, la descubre arrastrándola desde el fondo, la destapa, y entonces…
Primero, desconfiados; pero de a poco se van animando. Unas veces salen despacio, y otras como rayo; a veces saltan a chorros, rodando como bichos bolita, o bien girando como platos voladores.
Los suyos son botones muy juguetones: primero hacen rondas, después se agrupan por colores y asoma un arco iris… se vuelven a desarmar ¡y ahora en fila son un tren!…se juntan dos y forman un ocho y si son tres, crece un trébol.
Cuando hacen una pila sí que es divertido: uno se trepa encima de otro y la torre de botones se estiiiiiiira y se estiiiiiiiira hasta tambalear con un simple estornudo. ¡Y guarda! porque si Damián se descuida, se inclina y ya nada puede detenerla, entonces: PAAAAF! todos al suelo.
Le gusta quedarse horas jugando con sus botones. Arma sobre el suelo caminos que van lejos, dinosaurios de colas largas, humo de chimeneas y galaxias enteras. También, cargarlos en su camión volcador y llevarlos a pasear por la casa.
A veces fantasea que son astros luminosos, entonces acomoda los más brillantes sobre su cartulina azul de la escuela, y después se aleja para contemplar la noche de estrellas agujereadas.
Se entretiene. El tiempo pasa volando y ¡ya casi es de día! “Es hora de guardarlos”, se dice “no vaya a ser que mamá me escuche despierto”.
Antes de tapar la lata, los saluda y ellos, agradecidos, le regalan una pirueta. (Después de todo, ya nadie los cose, son botones en libertad).
Temprano, a las siete, Damián se levanta refunfuñando para ir a la escuela.
Damián no recuerda cuándo empezó su gusto por los botones, lo cierto es que esta aventura es un secreto que oculta a todos. Ni bien encuentra uno, lo guarda en su lata despintada, una que esconde debajo de la cama. Al asomar la luna, la descubre arrastrándola desde el fondo, la destapa, y entonces…
Primero, desconfiados; pero de a poco se van animando. Unas veces salen despacio, y otras como rayo; a veces saltan a chorros, rodando como bichos bolita, o bien girando como platos voladores.
Los suyos son botones muy juguetones: primero hacen rondas, después se agrupan por colores y asoma un arco iris… se vuelven a desarmar ¡y ahora en fila son un tren!…se juntan dos y forman un ocho y si son tres, crece un trébol.
Cuando hacen una pila sí que es divertido: uno se trepa encima de otro y la torre de botones se estiiiiiiira y se estiiiiiiiira hasta tambalear con un simple estornudo. ¡Y guarda! porque si Damián se descuida, se inclina y ya nada puede detenerla, entonces: PAAAAF! todos al suelo.
Le gusta quedarse horas jugando con sus botones. Arma sobre el suelo caminos que van lejos, dinosaurios de colas largas, humo de chimeneas y galaxias enteras. También, cargarlos en su camión volcador y llevarlos a pasear por la casa.
A veces fantasea que son astros luminosos, entonces acomoda los más brillantes sobre su cartulina azul de la escuela, y después se aleja para contemplar la noche de estrellas agujereadas.
Se entretiene. El tiempo pasa volando y ¡ya casi es de día! “Es hora de guardarlos”, se dice “no vaya a ser que mamá me escuche despierto”.
Antes de tapar la lata, los saluda y ellos, agradecidos, le regalan una pirueta. (Después de todo, ya nadie los cose, son botones en libertad).
Temprano, a las siete, Damián se levanta refunfuñando para ir a la escuela.
Autora: Daniela Frontera